Hoy he soñado que había nevado, todo estaba blanco, en silencio. El tiempo se había detenido.
No se oía el trinar de los pájaros, ni el griterío de la calle, absolutamente nada.
Pero sentía una respiración a mi lado, un cuerpo abrazado al mío, y recordé todo de golpe.
Ayer, me reuní con él. Llevábamos alargando mucho la cita, quizás era timidez o miedo a no ser correspondido, o pensar que era lo suficientemente para él. El tiempo pasaba entre nuestros dedos sin poder detener ni un grano de aquella arena.
Y no podía evitar que nuestras manos cada vez se acercarán más, hasta tocarse. No había marcha atrás.
Salimos al encuentro del otro, por fin, nos había llegado el día. Lo vi en la distancia, mi rostro se llenó de rubor, mi corazón latía emocionado y mi cuerpo perdió su dominio, caminé hacia él apresurando mi paso. Me vio llegar abriendo sus brazos para recibirme, en los cuales me deslicé, abrazándome yo a él. Nuestros labios se depositaron en un largo beso que mi cuerpo hizo temblar. Me abrace más fuerte, hasta sentir su corazón acelerado. Nuestros labios se separaron y le miré a sus ojos, emocionada, feliz, mis lágrimas caían, mis nervios me habían traicionado. Me meció como una niña siendo yo mujer, su olor penetraba por mi nariz, absorbiendo su colonia, guardando el momento en mi memoria. Levanté mi rostro y busqué sus labios de nuevo, esta vez con más intensidad, despertando fuerzas que permanecían apagadas.
Nos fuimos de la mano, otras abrazados, los besos se cruzaban hasta llegar a este cuarto donde el tiempo se ha parado.
Al pasar la puerta, ya no hubo freno, nuestras ropas cayeron, desnudos, acariciándonos, besando cada por de nuestra piel, como una dulce miel absorbida al paso de nuestros labios.
Nuestros cuerpos desprendían calor, y como el magma que todo lo funde, terminamos siendo uno, rodando por la habitación, revolviendolo todo. Suspiros y gemidos llenaba los silencios, risas nerviosas que soltaban gritos guturales.
La noche avanzaba, y allí seguíamos, amándonos como nunca nos amaron. Sin pudores, sin secretos, solos él y yo.
Hasta que agotados nos rendimos al sueño, y ahora aquí despierta, lo miro y remiro enamorada, feliz. Los relojes se han parado.
Me acerco a él, le susurro y sale de su letargo, sonrío y todo empieza de nuevo.
Autora: Olga González Sobrín
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