Y la luna bajó para rozar el agua. Quería sentir su frescura, sentir lo que los humanos tenían cuando en ella se sumergían.
Todas las noches recorría el horizonte sobre sus aguas, disfrutando de los cortejos de algunos animales.
Observaba su reflejo y el de las estrellas que la hipnotizan de tal manera que no quería moverse.
Y por fin, se había decidido. Las olas la mecían y como un bebé en brazos se sentía acunada. La frescura del agua acariciando, los peces bajo ella, aquellos brillantes del cielo ahora posados a su lado.
Cerraba los ojos, su piel temblaba, y las olas la acompañaron hasta el amanecer. Pesarosa se elevó hasta desaparecer.
El mar sería para siempre su embrujo, su pasión, su mayor deseo, porque de él se había enamorado.
Autora: Olga González Sobrín