Muchas veces pienso en aquella primera etapa de mi vida donde yo no controlaba cuando orinaba, todo me lo hacía encima. Mi madre me enseñaba a que lo hiciera en un pequeño orinal para dejar atrás el pañal. Tras muchos intentos por fin lo conseguí.
Pero ese control no fue total hasta que fui un mocito, me despertaba en las mañanas con las sábanas mojadas. Corría avergonzado a esconderlas y me encerraba en el baño a llorar. A mis hermanos no le sucedía y se burlaban de mí. Ante este hecho, mi mamá me llevó al médico y descubrimos que no sólo a mí me sucedía. Había más casos.
Aquí comenzó otra batalla. Noche tras noche, mi madre actuaba como despertador y me levantaba para ir al baño. Después de un tiempo dejé de mojar la cama. Pasó la adolescencia, me hice adulto y aquellos episodios quedaron atrás.
Y aquí estoy en mi última etapa de la vida, los años no se perdonan y parece que vuelvo a aquella niñez. Mi cuerpo envejecido reclama su ración de pastillas para que funcione bien, pero a su vez me traen por el camino de la amargura.
No comprendo cómo un hombre puede orinar tanto. Cuando veo dibujos animados en la tele donde el personaje se retuerce por sus ganas de orinar, ya no me río como antes porque yo sé lo que es eso.
Tiemblo cuando salgo a la calle porque mi vejiga no se aguanta y he de buscar rápido una cafetería, o si me pilla en una caminata buscar un rincón donde meterme. Cuando viajo en un autocar sin aseo tengo que rogarle al conductor que me deje bajar, para ir al baño en una estación donde la parada sólo es para que bajen y suban los viajeros.
En la noche me levanto cada dos horas, si no coincide antes, para ir al rincón más visitado de la casa. Y allí estoy, dando rienda suelta al manantial.
Tiemblo al pensar que algún día de nuevo tenga que usar pañal. Interiormente me siento atemorizado de que ello suceda y no sé si llorar. Me doy cuenta que cada cuerpo envejece de una manera, y envidio a aquellos que con edad avanzada corren libres sin ataduras. Yo ruego que mis últimos días no sean como los terrores que me persiguen.
Autora: Olga González Sobrín
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